El enanismo del espectro opositor ha quedado
una vez más en evidencia con el tema del 82 % móvil,
desarticulado por el veto presidencial.
Pero, ¡qué desventaja supone para el país contar
con una oposición incapaz de superar el nivel de la bufonada!
El escenario político en nuestro país ha estado marcado esta semana por la reedición de la farsa perversa en que la oposición ha convertido a su cometido. La sanción del 82 por ciento móvil a las jubilaciones sin atender a sus fuentes de financiamiento, el despropósito de un vicepresidente de la República que traiciona su función y juega a favor de sus intereses personales haciéndole el pito catalán a la responsabilidad de su investidura, la desfachatez de individuos que postulan la sanción de un beneficio imposible mientras que cuando fueron gobierno hicieron gala de una frialdad asesina cuando congelaban y luego rebajaban los haberes jubilatorios, reflejan la descomposición de ese grupo político.
El veto del Poder Ejecutivo a la ley sancionada por el Congreso estaba cantado y se justifica no tanto por la inmoralidad de muchos de los que promulgan la iniciativa sin atender a sus propios antecedentes, sino porque la ley contenía artículos que definían actualizaciones y pagos retroactivos de difícil cumplimiento, y más adelante, por lo que alcanzo a comprender, la extensión del beneficio a quienes disfrutan de un alto nivel de ingresos, lo que agravaría muchísmo la ya muy considerable distancia que separa a estos beneficiados de privilegio de la masa de quienes se encuentran en el piso jubilatorio. A esto se añadía la existencia de otro artículo, el 12, que obligaría a reducir -¡en 30 días!- los fondos del Anses a la cantidad de dinero suficiente para pagar durante un año los beneficios jubilatorios. Ello por un lado implicaría que el excedente no podría dirigirse a inversiones productivas, como sucede ahora, y por otro a malvender las tenencias accionarias del Anses, lo que implicaría el desfinanciamiento y la eventual quiebra de la institución. Una verdadera estafa al Estado, tal como lo consignó la presidente Cristina Fernández el jueves, al anunciar su veto, y que hubiera reproducido el vaciamiento a que fueron sometidas las empresas estatales durante la era neoliberal. Al final del camino podía columbrarse la reaparición de las AFJP y de los privados siempre al acecho de “las joyas de la abuela”…
Para constatar la demagogia y la insondable hipocresía de los representantes de la oposición, recién devenidos en filántropos, basta con recurrir al archivo: las imágenes de Patricia Bullrich, por ejemplo, argumentando durante el gobierno de Fernando de la Rúa que era indispensable quitarle a los jubilados el 13 por ciento de sus magros ingresos para solventar una crisis de la cual el gobierno y el entero sistema económico propulsado por el menemismo y radicalismo eran responsables. La estampa de la funcionaria que por aquel entonces realizaba sacrificios con los dineros que no eran de ella, contrasta con la compungida y súbita devoción que despliega ahora por los que estamos en la tercera edad…
Jugar con las expectativas de los más débiles para causarle daño al gobierno no parece que sea un expediente idóneo para hacer política, por mucho que esta se caracterice por la falta de escrúpulos a la hora de pelear el voto.
Ahora bien, la irracionalidad del grupo A no es cosa que quepa tomar a broma o ser objeto de una consideración meramente ética referida a la inconsecuencia y el oportunismo de sus componentes. En el comportamiento de estos, desasido de toda racionalidad, cabe detectar el hándicap que representa para el país la inexistencia de un sentido de la responsabilidad en el núcleo opositor, sentido de la responsabilidad que tome en cuenta el hecho de que existen datos básicos que hacen a la convivencia y al respeto por el destino del país en su conjunto. Se tiene la impresión de que en Argentina ciertos sectores no han superado todavía la mentalidad facciosa que nos sumió una y otra vez en el desastre. Se incurre una vez y otra, en efecto, en el olvido de la necesidad de contar con parámetros de estabilidad que nos permitan el desarrollo estructural del que la Nación sigue estando tan necesitada.
Si en el pasado el faccionalismo pudo encontrar cierto asidero por la existencia de un poder popular que eventualmente pudo haber estado afligido por una predisposición autoritaria, en la actualidad ni siquiera ese argumento se sostiene. Las alegaciones en este sentido de la profetisa Carrió y de los monopolios de la comunicación no pueden aducirse sin incurrir en una flagrante deshonestidad intelectual. Hay una libertad de prensa amplia y en ocasiones desaforada, funcionan todos los reaseguros del sistema institucional y las libertades civiles están firmes. La tendencia a demoler y castigar todos los actos y dichos de los representantes del Ejecutivo equivale por lo tanto a un juego de masacre antes que a un cuestionamiento leal de políticas que no se comparten. Pero en esta picadora de carne pierde el país, puesto que se hace imposible el debate y el tratamiento serio de las cuestiones de fondo respecto al modelo productivo y distributivo que se quiere y sobre el tipo de la proyección argentina hacia el mundo.
En este terreno todos están en deuda, puesto que al gobierno, a pesar de las muchas cosas buenas que ha hecho y a un sentido social que hacía décadas no se percibía en el país, le falta todavía formular y llevar a la práctica un plan de desarrollo estructural cuyas bases ya han sido enunciadas, pongamos por caso, por los autores del Plan Fénix,. Esta discusión que falta jamás podrá ser abordada si se mantiene el clima de puterío, perdóneseme la expresión, que reina en la actualidad.
No es esta atmósfera la más conveniente para proveer a la educación política de los diversos estamentos de la sociedad argentina. En realidad, a veces no se puede no pensar que es el nivel elemental y primario de la capacidad de comprensión de la política lo que lleva a tanta gente, en especial en los sectores medios, a confundir la realidad con sus fantasmas. Esto las lleva a engolosinarse con la perspectiva de dádivas milagrosas o a liberar el sordo resentimiento que sienten hacia todo lo que excede su nivel de comprensión derivándolo hacia una irritación interminable, rezongona e insultante contra el gobierno, la corrupción, los “negros de mierda” y cuanta cosa pueda obligarlos a pensarse a sí mismos y a replantearse su razón de ser en el marco de la comunidad.
Es a esta masa amorfa e ineducada a la cual el conglomerado de fuerzas políticas, comunicacionales y económicas que forma el establishment dirige sus tiros. Con bastante éxito, hay que reconocerlo, pues el lavado de cerebro practicado durante décadas por los mass media ha jibarizado la de por sí exigua predisposición al análisis de un público idiotizado por la proliferación de los entretenimientos banales o degradantes que fluyen por la televisión.
La ley vetada por la Presidente iba en contra de la dinámica de la inversión pública pues limitar el nivel de capitalización de la Administración Nacional de Seguridad Social no sólo destruía a esta sino que impedía la promoción de obras públicas y privadas a largo o mediano plazo. La trampa era torpe; su única finalidad era correr al gobierno por el lado que dispara y enajenarle al sector menos consciente de la opinión pública. Habrá que ver si lo ha logrado y, de ser así, por cuánto tiempo.
El veto del Poder Ejecutivo a la ley sancionada por el Congreso estaba cantado y se justifica no tanto por la inmoralidad de muchos de los que promulgan la iniciativa sin atender a sus propios antecedentes, sino porque la ley contenía artículos que definían actualizaciones y pagos retroactivos de difícil cumplimiento, y más adelante, por lo que alcanzo a comprender, la extensión del beneficio a quienes disfrutan de un alto nivel de ingresos, lo que agravaría muchísmo la ya muy considerable distancia que separa a estos beneficiados de privilegio de la masa de quienes se encuentran en el piso jubilatorio. A esto se añadía la existencia de otro artículo, el 12, que obligaría a reducir -¡en 30 días!- los fondos del Anses a la cantidad de dinero suficiente para pagar durante un año los beneficios jubilatorios. Ello por un lado implicaría que el excedente no podría dirigirse a inversiones productivas, como sucede ahora, y por otro a malvender las tenencias accionarias del Anses, lo que implicaría el desfinanciamiento y la eventual quiebra de la institución. Una verdadera estafa al Estado, tal como lo consignó la presidente Cristina Fernández el jueves, al anunciar su veto, y que hubiera reproducido el vaciamiento a que fueron sometidas las empresas estatales durante la era neoliberal. Al final del camino podía columbrarse la reaparición de las AFJP y de los privados siempre al acecho de “las joyas de la abuela”…
Para constatar la demagogia y la insondable hipocresía de los representantes de la oposición, recién devenidos en filántropos, basta con recurrir al archivo: las imágenes de Patricia Bullrich, por ejemplo, argumentando durante el gobierno de Fernando de la Rúa que era indispensable quitarle a los jubilados el 13 por ciento de sus magros ingresos para solventar una crisis de la cual el gobierno y el entero sistema económico propulsado por el menemismo y radicalismo eran responsables. La estampa de la funcionaria que por aquel entonces realizaba sacrificios con los dineros que no eran de ella, contrasta con la compungida y súbita devoción que despliega ahora por los que estamos en la tercera edad…
Jugar con las expectativas de los más débiles para causarle daño al gobierno no parece que sea un expediente idóneo para hacer política, por mucho que esta se caracterice por la falta de escrúpulos a la hora de pelear el voto.
Ahora bien, la irracionalidad del grupo A no es cosa que quepa tomar a broma o ser objeto de una consideración meramente ética referida a la inconsecuencia y el oportunismo de sus componentes. En el comportamiento de estos, desasido de toda racionalidad, cabe detectar el hándicap que representa para el país la inexistencia de un sentido de la responsabilidad en el núcleo opositor, sentido de la responsabilidad que tome en cuenta el hecho de que existen datos básicos que hacen a la convivencia y al respeto por el destino del país en su conjunto. Se tiene la impresión de que en Argentina ciertos sectores no han superado todavía la mentalidad facciosa que nos sumió una y otra vez en el desastre. Se incurre una vez y otra, en efecto, en el olvido de la necesidad de contar con parámetros de estabilidad que nos permitan el desarrollo estructural del que la Nación sigue estando tan necesitada.
Si en el pasado el faccionalismo pudo encontrar cierto asidero por la existencia de un poder popular que eventualmente pudo haber estado afligido por una predisposición autoritaria, en la actualidad ni siquiera ese argumento se sostiene. Las alegaciones en este sentido de la profetisa Carrió y de los monopolios de la comunicación no pueden aducirse sin incurrir en una flagrante deshonestidad intelectual. Hay una libertad de prensa amplia y en ocasiones desaforada, funcionan todos los reaseguros del sistema institucional y las libertades civiles están firmes. La tendencia a demoler y castigar todos los actos y dichos de los representantes del Ejecutivo equivale por lo tanto a un juego de masacre antes que a un cuestionamiento leal de políticas que no se comparten. Pero en esta picadora de carne pierde el país, puesto que se hace imposible el debate y el tratamiento serio de las cuestiones de fondo respecto al modelo productivo y distributivo que se quiere y sobre el tipo de la proyección argentina hacia el mundo.
En este terreno todos están en deuda, puesto que al gobierno, a pesar de las muchas cosas buenas que ha hecho y a un sentido social que hacía décadas no se percibía en el país, le falta todavía formular y llevar a la práctica un plan de desarrollo estructural cuyas bases ya han sido enunciadas, pongamos por caso, por los autores del Plan Fénix,. Esta discusión que falta jamás podrá ser abordada si se mantiene el clima de puterío, perdóneseme la expresión, que reina en la actualidad.
No es esta atmósfera la más conveniente para proveer a la educación política de los diversos estamentos de la sociedad argentina. En realidad, a veces no se puede no pensar que es el nivel elemental y primario de la capacidad de comprensión de la política lo que lleva a tanta gente, en especial en los sectores medios, a confundir la realidad con sus fantasmas. Esto las lleva a engolosinarse con la perspectiva de dádivas milagrosas o a liberar el sordo resentimiento que sienten hacia todo lo que excede su nivel de comprensión derivándolo hacia una irritación interminable, rezongona e insultante contra el gobierno, la corrupción, los “negros de mierda” y cuanta cosa pueda obligarlos a pensarse a sí mismos y a replantearse su razón de ser en el marco de la comunidad.
Es a esta masa amorfa e ineducada a la cual el conglomerado de fuerzas políticas, comunicacionales y económicas que forma el establishment dirige sus tiros. Con bastante éxito, hay que reconocerlo, pues el lavado de cerebro practicado durante décadas por los mass media ha jibarizado la de por sí exigua predisposición al análisis de un público idiotizado por la proliferación de los entretenimientos banales o degradantes que fluyen por la televisión.
La ley vetada por la Presidente iba en contra de la dinámica de la inversión pública pues limitar el nivel de capitalización de la Administración Nacional de Seguridad Social no sólo destruía a esta sino que impedía la promoción de obras públicas y privadas a largo o mediano plazo. La trampa era torpe; su única finalidad era correr al gobierno por el lado que dispara y enajenarle al sector menos consciente de la opinión pública. Habrá que ver si lo ha logrado y, de ser así, por cuánto tiempo.
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