jueves, 25 de noviembre de 2010

La muerte . . . y la frustración del morbo . . .

Hay vidas que en vida, se degradan mucho más que la degradación que produce la muerte en la muerte . . .
Consecuente con este criterio, transcribimos textualmente para compartir con los lectores, este excelente escrito de una joven judía -graffiti ella- en un muro de la Capital.

“La exhibición de cadáveres siempre me fue ajena. Los judíos velamos a los muertos a cajón cerrado. Siempre es así, siempre ha sido así.
Supe de ese ritual a mis 14 años, cuando falleció Victor, el padre de mi madre. Mi abuelo paterno, don Julio, mi maestro, a quien tanto le debo en esta vida y de quien tanto aprendí, me explicó en medio del dolor por esa pérdida que los judíos velábamos a los muertos de ese modo para respetarlos, para recordarlos tal y como quisiéramos recordarlos, dejando de lado la imagen de un cuerpo desposeído de todo: de su color, de su vida, y hasta de su alma. El cajón cerrado supone un ejercicio de la memoria; es el culto a la memoria antes que a la muerte. El cajón cerrado es la victoria de la vida sobre la muerte.
No hace falta ser judío para comprender esto. En sucesivos velorios a los que he asistido en mi vida, evité ver al muerto en su impúdica exposición. Recordando las palabras de mi abuelo, siempre preferí mantenerme a distancia del cajón cuando este tuviera la tapa levantada: es mi mayor muestra de respeto.
Lo que hizo Cristina es único y maravilloso: sustrajo a los buitres el cadáver de su esposo. Nos obliga a todas y todos a recordarlo en vida, en su actividad, en su humor (o mal humor). Claro, siempre es más sencillo ver el fiambre y quedarse con eso... pero la memoria es más compleja, y excede el sentido de la vista. La memoria es un hecho político y social. El alma de los muertos, en mi creencia, no se eleva hacia un séptimo cielo o una novena nube, sino que queda entre nosotros, en el recuerdo, en la memoria colectiva que la resignifica y le otorga un sentido preciso.
Cristina, al tiempo que nos entrega a un Néstor vivo, impidió que los mercaderes de la muerte publicasen el jueves 28 en su tapa la peor foto posible. Tengamos por seguro que no iban a seleccionar la foto del Néstor vital, sino que agigantarían la imagen del cadáver aún insepulto. Con un telebeam escrutarían al Néstor indefenso; lo diseccionarían en el programa de Gelblung; se lo comerían en el programa de Mirtha Legrand. De allí su odio, su teoría paranoica del cajón  vacío porque estaba cerrado: Mirtha hubiera querido invitar a su mesa a Néstor Kirchner solo para deglutir su cadáver, acompañándolo con una guarnición de rúcula y arroz con azafrán, servido por una sirvienta negra de uniforme negro con delantal blanco, expresión degradada del lugar que le reserva a los sectores populares.
Mirtha, siempre Mirtha, irreductiblemente Mirtha, nunca podrá tragar a Néstor Kirchner, y aún ella, militante activa del odio y el olvido, deberá recordar a Néstor Kirchner en vida.
Señora Legrand: los únicos cajones que permanecen vacíos son los de los treinta mil desaparecidos. Por una vez en la vida, vieja de mierda, tenga decencia.”

Más allá de lo que puntualiza este texto sobre el odio y el morbo de algunos “comunicadores”, es indudable que hay integrantes de un sector de cierta clase social que se sienten identificados con la “Diva de los almuerzos” porque ésta, desde su Olimpo mediático hace muchos años que les viene formateando las cabezas y a esta altura ya los ha configurado a su imagen y semejanza.
Es evidente también, que ya nadie duda que esta mujer es el símbolo de la figuración, la frivolidad, el elitismo y la hipocresía elevados a su máxima expresión.
Por eso es muy poco lo que se puede agregar a este contundente graffiti en forma de alegato, salvo resaltar la sideral distancia que existe entre los valores humanos del que ya no está, y la obscena egolatría de esta “estrella” mediática.
Como ejemplo baste una reflexión al respecto: El ex presidente quiso ser enterrado en su pueblo natal como un homenaje a su patria chica y a sus amigos de siempre. Allá está, en el panteón familiar, lejos del mundanal ruido y de los fastos y oropeles post mortem a los que tantos son adictos.
Alguien puede imaginarse a Doña “Chiquita” La Grande, pidiendo ser sepultada en el pueblito de Villa Cañás? . . .

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